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Raices de La Alpujarra

Cuando dejé atrás la venta de Las Angustias y entré en Las Alpujarras, tuve la impresión de cruzar una frontera precisa y de penetrar en un mundo extraño que se volvía hacía sí mismo, encerrado en una quietud intemporal.
Multitud de pueblos se escondían entre silenciosas cordilleras, indiferentes a ese otro mundo que quedaba fuera, lejano y confuso.
La carretera ascendía por las montañas. Me dirigía a un lugar que se elevaba a mil quinientos metros por encima del nivel del mar. A medida que iba subiendo crecía la intensidad del silencio que silbaba en mis oídos. Cuando al fin divisé el valle del Poqueira me quedé anonadada: era el paisaje más bello que yo había visto en mi vida.
Los pueblecitos blancos parecían dormir, apretados como liqúenes, en la ladera y en la cumbre de una montaña inmensa.
Después, la intensa luz del sol de ésta tierra y la solemnidad del paisaje me provocaron tal exaltación, que por unos instantes desaparecieron todos mis temores.
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Adelaida García Morales - El Silencio de las sirenas
raices historia alpujarra   La primera noche dormí en la pensión y cuando, al día siguiente, me desperté era ya media mañana, pero reinaba un silencio de madrugada. Salí a dar un paseo por la Alpujarra y me pareció que me encontraba en un lugar diferente al que había llegado el día anterior.
Una niebla luminosa cubría las calles irregulares del pueblo y había hecho desaparecer las montañas. Una inmensa nube subía desde el fondo del barranco empujada por un viento suave.
A ambos lados de la carretera se divisaban fragmentos de un campo verde y frondoso recortado entre calles laberínticas y blancas. Las nubes avanzaban por ellas, cubriendo poco a poco el pueblo.
De la densa niebla surgían algunos rostros de piel endurecida y arrugada, como máscaras hurañas. Surgían enmarcados en las ventanas, en las puertas, o errabundos por aquel dédalo en el que ya, desde el principio, me sentí atrapada.
Eran rostros de una curiosidad infantil y respondían a mis saludos con una mirada mezcla de sobresalto y esperanza, de cordialidad y resentimiento. Ante sus miradas me sentí invadiendo la intimidad de una grande y serena familia.
 
 
 
Pero después, con el paso del tiempo, vi que estos pueblos que desde lejos, cuanndo te vas acercando a ellos, parecen dormir en las faldas de las montañas o encaramados en sus cimas, después, cuando de alguna manera te han hecho suyo, aunque sólo sea con esa dudosa aceptación que aquí se tiene para el forastero, levantan a tu alrededor un auténtico griterío. Poco a poco vas comprendiendo que esa aparente quietud puede ser cualquier cosa menos paz.
Pasiones violentas mueven los hilos de esas vidas que en un principio parecían tan serenos. Detrás de sus miradas reservadas, incluso hoscas, late siempre una desconfianza hostil, el recuerdo de un odio antiguo aún no olvidado, el amor imposible que destrozó la vida. Y poco a poco vas descubriendo en los ojos huidizos de éstos aldeanos una indiferencia cruel, una curiosidad despectiva y, también, el dolor de muchas separaciones, el dolor de un pueblo que agoniza.
Texto de Adelaida García Morales, del libro El Silencio de las sirenas (Premio Herralde de Novela)
 
 
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