Popol – Vuh es una de esas almas
ascéticas que ha destilado su saber oriental en el
alambique de la literatura. Sus caldos retóricos
tienen reminiscencias amargas o suaves según esté
el paladar emocional de los viajeros de sillón, como
llamaba Gerald Brenan a aquellos que "disfrutan
en una noche lluviosa leyendo cómo vive la gente
en pueblos remotos". Vuh advertía a sus lectores: "Cuando
tengas que elegir entre dos caminos, pregúntate cuál
de ellos tiene corazón. Quién elige el camino del
corazón, no se equivoca nunca".
Con toda seguridad, Brenan jamás leyó nada de Vuh,
pero debió llegar a similar conclusión cuando, acabada
la I Guerra Mundial, reunió unas libras y emprendió
viaje hacia el sur de España en La
Alpujarra..
Tenía 25 años y los días hueros en los campamentos
militares le habían enfrentado con la sociedad británica,
cuyos modales victorianos la hacían hermética, henchida
de "rituales y tabúes anquilosados". Buscaba
resarcirse de la instrucción recibida en los
colegios de uniformes a los que había asistido.
Y eligió el camino del corazón: en las paupérrimas
tierras de la
Alpujarra rural se encontró a sí mismo
y halló la arcadia imaginada, un lugar donde la primavera
es larga y Júpiter otorga tibios inviernos y la miel
no desmerece la del Himeto. Solo entonces, pudo sacudirse
la vergüenza de no haber ido a la universidad y de
haber leído tan solo unas pocas novelas y algo de
poesía.
Y no parece que se equivocara. En Yegen,
un pueblecito de La
Alpujarra donde las
chimeneas despedían olor
a romero, espliego y tomillo, sintió –por vez primera-
el sentido de la poesía y el sentido de la realidad.
Había nacido en 1894 en Malta, pero pocos meses después
–debido a la profesión de coronel de su padre- se
trasladó a Sudáfrica. El domicilio familiar se estableció,
más tarde, en Francia,
Irlanda, India y Ceilán. Pero el niño que hablaba
un inglés que
cortaba el papel como una navaja barbera solo se
reconcilió consigo mismo cuando ya era alto y recio
y había cambiado la atmósfera gris de la metrópolis
londinense por el fotograma de una maravilla del
mundo en un libro infantil de geografía. En un paraje
dominado por un ocre intenso –como luego escribiría
en Al sur de Granada- el joven también practicó un
ajuste de cuentas con sus emociones… y con su sexualidad.
Si Brenan aún viviera, no se mostraría muy desconforme
con esa canción estival que remacha que "para
hacer bien el amor hay que venir al sur". En
seguida, recordaría a Juliana, la única mujer que
logró despertar en él el amor físico, y aquellos
días apasionados, con los que se acercó a "la
vida espontánea de los pueblos
de La Alpujarra".
Pero no solo de sexo vivió don "Gerardo",
quién se consideraba inmune al aburrimiento mientras "hubiera
libros que leer, montañas que trepar y campesinos
españoles con los que hablar". Sus ocho años
vividos en Yegen (entre 1920 y 1934) tallaron en
su espíritu el amor hacia España, que le llevaría
a dedicar buena parte de su obra a su literatura
(Historia de la literatura española, San Juan de
la Cruz) a su traumática historia y al eterno problema
de sus autonomías (El laberinto español) y a un viaje
por la miseria de la España de águilas imperiales
sin tierra que sobrevolar (La faz de España, reeditada
recientemente). Éste viaje coincide con el regreso
al país, que había abandonado con el estallido de
la guerra civil. Desde su casa en Churriana y, una
vez enviudado de Gamel Woosley, desde su residencia
de la Cañada de las Palomas en Alhaurín continúo
escribiendo cartas, a un ritmo de diez por día. Aquella
costumbre –practicada con la pintora Dora Carrington,
sus amigos de los bloomsburys o con el antropólogo
Julio Caro Baroja- pulió su estilo, trufado de malicia,
humor y observación.
Brenan murió en 1987 a los 92 años. Pero su entierro
en el cementerio inglés de Málaga no tuvo lugar hasta
2001. La cláusula de su testamento que estipulaba
la donación de su cuerpo a la ciencia surgió una
tarde cuando conversaba con unos compatriotas: "Si
dejamos el cuerpo a la ciencia no tendremos que pagar
el funeral" dijeron ellos. A Don Gerardo le
pareció una idea excelente con la que ahorrarse 600
libras. El reconocimiento de la obra de este cronista
llegó cuando él ya estaba fiambre, con tanto tiempo
de retraso como su entierro. Algunos años antes,
los periodistas andaluces que habían sido llamados
a cubrir la transición fueron los primeros en advertir
que Gerald era un modelo a seguir: Su peregrinaje
por los intrincados caminos del corazón le condujo
hasta esa gente que posee dos edades, la de un rostro
estriado de una mujer madura y la del cuerpo ágil
de una veinteañera. Y así, en la estación seca de
su vida, aquella –cuentan- en la que el trazado del
camino se aparece en una rápida sucesión de fotogramas,
Brenan escribió: "La vejez se lleva lo que hemos
heredado y nos da lo que hemos ganado".
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