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Gerald Brenan en La Alpujarra

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Gerald Brenan enamorado de La Alpujarra - Gerald había combatido en la I Guerra Mundial, pero no quería ser militar profesional. Con la firme determinación de leer, pensar, imaginar sin bridas y quebrar la rigidez de su educación, se instalará al sur de Granada, en un pueblo situado entre los penachos de la Alpujarra rural.
Su amor a la España de literatura ascética e historia laberíntica impregnará su obra a la vez que descubrirá la verdadera faz de Don Gerardo. El reconocimiento a esta labor llegará con tantos años de retraso como su entierro.

 

Gerald Brenan en La Alpujarra

Popol – Vuh es una de esas almas ascéticas que ha destilado su saber oriental en el alambique de la literatura. Sus caldos retóricos tienen reminiscencias amargas o suaves según esté el paladar emocional de los viajeros de sillón, como llamaba Gerald Brenan a aquellos que "disfrutan en una noche lluviosa leyendo cómo vive la gente en pueblos remotos". Vuh advertía a sus lectores: "Cuando tengas que elegir entre dos caminos, pregúntate cuál de ellos tiene corazón. Quién elige el camino del corazón, no se equivoca nunca".
Con toda seguridad, Brenan jamás leyó nada de Vuh, pero debió llegar a similar conclusión cuando, acabada la I Guerra Mundial, reunió unas libras y emprendió viaje hacia el sur de España en La Alpujarra..


Tenía 25 años y los días hueros en los campamentos militares le habían enfrentado con la sociedad británica, cuyos modales victorianos la hacían hermética, henchida de "rituales y tabúes anquilosados". Buscaba resarcirse de la instrucción recibida en los colegios de uniformes a los que había asistido. Y eligió el camino del corazón: en las paupérrimas tierras de la Alpujarra rural se encontró a sí mismo y halló la arcadia imaginada, un lugar donde la primavera es larga y Júpiter otorga tibios inviernos y la miel no desmerece la del Himeto. Solo entonces, pudo sacudirse la vergüenza de no haber ido a la universidad y de haber leído tan solo unas pocas novelas y algo de poesía.

Y no parece que se equivocara. En Yegen, un pueblecito de La Alpujarra donde las chimeneas despedían olor a romero, espliego y tomillo, sintió –por vez primera- el sentido de la poesía y el sentido de la realidad. Había nacido en 1894 en Malta, pero pocos meses después –debido a la profesión de coronel de su padre- se trasladó a Sudáfrica. El domicilio familiar se estableció, más tarde, en Francia, Irlanda, India y Ceilán. Pero el niño que hablaba un inglés que cortaba el papel como una navaja barbera solo se reconcilió consigo mismo cuando ya era alto y recio y había cambiado la atmósfera gris de la metrópolis londinense por el fotograma de una maravilla del mundo en un libro infantil de geografía. En un paraje dominado por un ocre intenso –como luego escribiría en Al sur de Granada- el joven también practicó un ajuste de cuentas con sus emociones… y con su sexualidad. Si Brenan aún viviera, no se mostraría muy desconforme con esa canción estival que remacha que "para hacer bien el amor hay que venir al sur". En seguida, recordaría a Juliana, la única mujer que logró despertar en él el amor físico, y aquellos días apasionados, con los que se acercó a "la vida espontánea de los pueblos de La Alpujarra".
Pero no solo de sexo vivió don "Gerardo", quién se consideraba inmune al aburrimiento mientras "hubiera libros que leer, montañas que trepar y campesinos españoles con los que hablar". Sus ocho años vividos en Yegen (entre 1920 y 1934) tallaron en su espíritu el amor hacia España, que le llevaría a dedicar buena parte de su obra a su literatura (Historia de la literatura española, San Juan de la Cruz) a su traumática historia y al eterno problema de sus autonomías (El laberinto español) y a un viaje por la miseria de la España de águilas imperiales sin tierra que sobrevolar (La faz de España, reeditada recientemente). Éste viaje coincide con el regreso al país, que había abandonado con el estallido de la guerra civil. Desde su casa en Churriana y, una vez enviudado de Gamel Woosley, desde su residencia de la Cañada de las Palomas en Alhaurín continúo escribiendo cartas, a un ritmo de diez por día. Aquella costumbre –practicada con la pintora Dora Carrington, sus amigos de los bloomsburys o con el antropólogo Julio Caro Baroja- pulió su estilo, trufado de malicia, humor y observación.

Brenan murió en 1987 a los 92 años. Pero su entierro en el cementerio inglés de Málaga no tuvo lugar hasta 2001. La cláusula de su testamento que estipulaba la donación de su cuerpo a la ciencia surgió una tarde cuando conversaba con unos compatriotas: "Si dejamos el cuerpo a la ciencia no tendremos que pagar el funeral" dijeron ellos. A Don Gerardo le pareció una idea excelente con la que ahorrarse 600 libras. El reconocimiento de la obra de este cronista llegó cuando él ya estaba fiambre, con tanto tiempo de retraso como su entierro. Algunos años antes, los periodistas andaluces que habían sido llamados a cubrir la transición fueron los primeros en advertir que Gerald era un modelo a seguir: Su peregrinaje por los intrincados caminos del corazón le condujo hasta esa gente que posee dos edades, la de un rostro estriado de una mujer madura y la del cuerpo ágil de una veinteañera. Y así, en la estación seca de su vida, aquella –cuentan- en la que el trazado del camino se aparece en una rápida sucesión de fotogramas, Brenan escribió: "La vejez se lleva lo que hemos heredado y nos da lo que hemos ganado".

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