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Por Mi - La Alpujarra
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Cuando dejé atrás la venta
de Las Angustias y entré en Las
Alpujarras, tuve la impresión
de cruzar una frontera precisa y de penetrar en un mundo extraño
que se volvía hacía sí mismo, encerrado en una
quietud intemporal.
Multitud de pueblos se escondían entre
silenciosas cordilleras, indiferentes a ese otro mundo que quedaba
fuera, lejano y confuso.
La carretera ascendía por las montañas.
Me dirigía a un lugar que se elevaba a mil quinientos metros
por encima del nivel del mar. A medida que iba subiendo crecía
la intensidad del silencio que silbaba en mis oídos. Cuando
al fin divisé el valle del Poqueira me quedé anonadada:
era el paisaje más bello que yo había visto en mi vida.
Los pueblecitos
blancos parecían dormir, apretados como liqúenes,
en la ladera y en la cumbre de una montaña inmensa.
Después,
la intensa luz del sol de ésta tierra y la solemnidad del paisaje
me provocaron tal exaltación, que por unos instantes desaparecieron
todos mis temores. |
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La primera noche dormí en la pensión y
cuando, al día siguiente, me desperté era ya media
mañana, pero reinaba un silencio de madrugada. Salí a
dar un paseo por la Alpujarra y me pareció que me encontraba
en un lugar diferente al que había llegado el día anterior.
Una niebla luminosa cubría las calles irregulares del pueblo
y había hecho
desaparecer las montañas. Una inmensa nube subía desde
el fondo del barranco empujada por un viento suave.
A ambos lados
de la carretera se divisaban fragmentos de un campo verde y frondoso
recortado entre calles laberínticas y blancas. Las nubes avanzaban
por ellas, cubriendo poco a poco el pueblo.
De la densa niebla surgían
algunos rostros de piel endurecida y arrugada, como máscaras
hurañas. Surgían enmarcados en las ventanas, en las
puertas, o errabundos por aquel dédalo en el que ya, desde
el principio, me sentí atrapada.
Eran rostros de una curiosidad
infantil y respondían a mis saludos con una mirada mezcla
de sobresalto y esperanza, de cordialidad y resentimiento. Ante sus
miradas me sentí invadiendo la intimidad de una grande y serena
familia. |
Pero después, con el paso del
tiempo, vi que estos pueblos que desde lejos, cuanndo te vas acercando
a ellos, parecen dormir en las faldas de las montañas o encaramados
en sus cimas, después, cuando de alguna manera te han hecho
suyo, aunque sólo sea con esa dudosa aceptación que
aquí se tiene para el forastero, levantan a tu alrededor un
auténtico griterío. Poco a poco vas comprendiendo que
esa aparente quietud puede ser cualquier cosa menos paz.
Pasiones
violentas mueven los hilos de esas vidas que en un principio parecían
tan serenos. Detrás de sus miradas reservadas, incluso hoscas,
late siempre una desconfianza hostil, el recuerdo de un odio antiguo
aún no olvidado, el amor imposible que destrozó la
vida. Y poco a poco vas descubriendo en los ojos huidizos de éstos
aldeanos una indiferencia cruel, una curiosidad despectiva y, también,
el dolor de muchas separaciones, el dolor de un pueblo que agoniza.
Texto de Adelaida García Morales, del libro
El Silencio de las sirenas (Premio Herralde de Novela) |
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